Exenta de anuncios rimbombantes, se largó la inscripción para cubrir doscientos nuevos cupos en la policía comunal de La Plata. Decenas de jóvenes acuden al llamado cada mañana, buscan asegurarse un lugar como efectivos en la fuerza, la desocupación apremia sus voluntades.
Pasó de moda la estrategia publicitaria de retratar el enrolado de policías, ahora las cámaras miran para otro lado y mudaron las audiencias a la subsecretaria de Empleo, ahí en la avenida 13, a una cuadra de la Belgrano. La dependencia se encuentra a mitad de cuadra, es un edificio austero y sencillo, de grandes vidrieras y pisos blancos. Está rodeado de coquetas perfumerías, lujosas panaderías y zapaterías de precios al rojo vivo.
El tráfico en esta zona circula tal vez demasiado tranquilo, las calles no tienen el mismo afluente que otras avenidas y el único gentío visible se amontona frente al ingreso a las oficinas de la subsecretaría. Ahí, una treintena de hombres, y apenas dos mujeres, esperan el llamado que los acercará un paso más a las filas del flamante cuerpo de policías municipales.
Es muy temprano, la fresca se deja sentir y el cielo luce amenazante, cargado de nubes a punto de desgajarse y romper a llover, una sumatoria de elementos que no ayuda en nada a tranquilizar los ánimos de los aspirantes. La fotocopia del documento, los análisis clínicos, el curriculum vitae y los clasificados se resguardan bajo los sobacos, ésta es sólo una parada más dentro de la escalada matinal en busca de empleo.
La pinta es lo de menos
No son pocos los jovencitos que dejan el recinto con las caras signadas por el desencanto. A muchos, la consulta no les dura más allá del minuto: entran, se acercan hasta el mostrador y antes de que puedan abrir la boca, son invitados a retirarse. Al parecer, existen ciertos lineamientos previos no especificados en la convocatoria.
–No podés venir con la cara así, ¿Lo viste? –comenta con recelo uno de los que aguardan afuera. El aludido se retira dando zancadas, llevando a su chica de la mano, ninguno de los dos supera los veinte años. La cara “así” refiere a la constelación de argollas y piercings de variadísimo color que le adornan el semblante.
–Los aros son lo de menos, te los podés sacar y fue. ¿Lo viste a ese que tenía todo el brazo tatuado? Desde acá hasta acá –explica otro señalando desde la palma hasta el pecho.
–A mi me hicieron causa por éste y por el de acá –refiere un tercero, enseñando el tatuaje de un pez en la muñeca y una letra china borroneada en el cuello.
–El de ahí ni se nota, y el otro te lo podés tapar así, mirá – le muestra el primero levantando la solapa de su campera, acentuando el consejo con una sonrisa picara, rebosante de complicidad.
La espera sigue su curso, los aspirantes vienen y van, las rondas se arman y desarman mientras el viento arremolina hojas secas, colillas de cigarro y envoltorios de golosinas en la vereda frente a la dependencia.
Uno de los empleados de la secretaría se asoma afuera empuñando una escoba. Se trata de un tipo robusto, de pelo largo, con el cuello de la camisa desabrochado y suntuosas joyas engalanando dedos y garganta; es el Leo Mattioli de la municipalidad de La Plata, ahora camina entre los mortales, encima barre y hasta se despacha con una perorata sobre la psique de los pretendientes. Dos uniformadas de la fuerza local le escuchan y lo siguen como si fueran escoltas personales.
–Lo importante es que no seas un obsesivo, un psicópata o que no tengas cualquier otro tipo de neurosis. Los tipos se dan cuenta de toque, para eso te hacen tantas pruebas, sino estás apto te bochan, no hay vuelta que darle – Las mujeres asienten cada palabra sin agregar comentario.
Ahí está la clave, ya lo dijo El Principito: “lo esencial es invisible a los ojos”.
Yendo de la cama a la play
–No quiero que me vea, así no se pone más nervioso.
La mujer espía por entre las vitrinas, se para y se sienta, se reviste a sí misma de una tranquilidad impostada. A juzgar por las impresiones, los nervios pertenecen más a la madre que al hijo. Él cuenta apenas dieciocho y acaba de abandonar los estudios en la Tecnológica, ella debe andar por encima de los cincuenta, baja de estatura, con la piel bronceada y un dejo calmoso a la hora de hablar.
–Está nervioso, re nervioso, pero él no te va a decir nada, no lo deja ver, todo por dentro, como el padre. Es un bocho, un bocho, le encantan las computadoras, los videojuegos, él va y se pone con la computadora hasta cualquier hora. Estuvo todo enero, febrero, hizo el curso, lo pasó y todo. Pensó que les iban a dar eso, pero resulta que primero tienen matemática, historia y que sé yo. “No es para mi, mamá”, me dijo. Y yo le dije, yo le dije: “de la cama a la play, de la play a la cama, vos no vas a estar todo el año así”. Por eso lo traje, yo lo traje, él no quería saber nada.
La madre habla con el fervor de una devota, la voz se le enciende y sus ojos llamean de emoción. Un crucifijo de oro pende de su cuello. Una, dos, tres pastillitas de Tic-Tac de naranja caen en sus manos nudosas y van a parar a su boca. Realmente está sufriendo la espera, quiere que las cosas salgan bien, para ella es una suerte de segundo parto que sólo encontrará alivio si el nene consigue uno de los cupos.
–El hermano también es policía. Él me dijo que lo traiga, él es de la bonaerense. El más chico trató en la bonaerense pero no quedó. Dice que no le gusta, que es feo el uniforme, qué sé yo.
La amorosa madre baja dos decibeles la voz y sigue, en tono de confesión.
–Está en la brigada de secuestros extorsivos. Ahora se fue a un operativo. Yo estoy preocupada, se fue hace dos días, está bien que cuando es así pueden estar semanas, pero me tiene preocupada igual.
Y si el más chico obtiene un lugar en la fuerza ella tendrá el doble de preocupaciones. Pobre mujer, la que le espera.
El amigo de un amigo
El traje le queda grande, la panza le cuelga y necesita una afeitada; como agravante, la risotada y el vozarrón que salen de su boca lo convierten en blanco fácil para las miradas de los transeúntes y el personal. A él, mucho, no le importa. El papel de alma de la fiesta le sienta cómodo. El único detalle es que nada más lejano de una fiesta que la cola de aspirantes a efectivos de policía.
– ¿Estás bien, boludo? ¿Boludo, estás bien? Yo le preguntaba y mi amigo decía: “si, si, si, no pasa nada”. Y hacía así con la nariz –la representación del bromista supera lo imaginable, a continuación se despacha con una sonora y repugnante seguidilla de esnifadas que todos, absolutamente todos los allí presentes registran con variada expresión de disgusto. Algunos se doblan de risa, lo aplauden y le agradecen el ponerle un poco de onda al tedioso tramite, otros, más despiertos, intuyen un compromiso indeseable en su compañía. Disimuladamente, se alejan y se recuestan contra la vidriera del edificio.
–Si ése tipo entró, entra cualquiera –tal es la sesuda conclusión a la que este consumado animador de colas laborales ha arribado. Cada vez queda menos público a su alrededor, a éste nadie lo quiere de amigo.
Las diez de la mañana están cerca y las nubes se alejan por encima de los ampulosos edificios que sombrean la avenida. Los que se van, se despiden de los que quedan, todos se desean suerte y prometen mensajearse apenas tengan novedades.
Poco a poco, la formación se va disgregando hasta dejar libre el ingreso a la dependencia, tan sólo quedan hojas pardas y mugre arremolinándose en la vereda. Mañana será otro día, ese llamado puede llegar y le puede tocar a cualquiera. Más allá de las necesidades lógicas de asegurarse un futuro que apremia la voluntad de éstos jóvenes resulta enredado encontrarle la parte conveniente a este llamamiento público a engrosas las filas policiales. Cabe preguntarse, ¿Si es conveniente depositar ficha alguna en la ecuación: más policía, menos delincuencia? ¿Es conveniente introducir más gente armada en estas calles? Los resultados, hasta ahora, vienen siendo, claramente, desastrosos.