por Isabel María Lobato Jiménez
En todo momento evitaba mirar el armario del que provenían los ruidos. Aquella era la casa familiar, su refugio seguro, el lugar donde huía cuando los problemas le abrumaban, su Macondo particular. Un sólido edificio de piedra resistente a todo tipo de calamidades.
Estaba en su habitación, donde pasó de ser niño a hombre. ¡Un hombre!, pero él no se sentía como tal. Los hombres son fuertes, decididos y valientes, ¡mientras que él tenía miedo de los ruidos que surgían de un simple armario!
Sus padres habían muerto hacía varios años y la casa estaba cerrada, él venía muy poco y su hermana Angélica ya tampoco estaba, o quizá sí, pero nadie sabía dónde. Angélica desapareció a los diecisiete. Entonces él era pequeño y nadie le dio una explicación clara. La abuela le contó que un gitano muy guapo pasó por el pueblo vendiendo su mercancía, que se enamoraron y días después, huyeron juntos. A los vecinos les dijeron que falleció de fiebres tifoideas, que la calentura le trastornó la mente y que una noche saltó por la ventana y desapareció. De esa forma justificaron la ausencia de un cuerpo que enterrar.
¡Otra vez esos ruidos en el armario! ¡Esos golpecitos, esos arañazos! Quizás fueran ratones con sus patitas y diminutas uñas. O quizás fueran polillas, eso explicaría los golpecitos al rozar sus chirriantes alitas contra la madera. ¡Esas asquerosas alitas marrones le ponían enfermo! Si abría aquella puerta, los golpes pararían, saldrían disparadas dejando atrás los objetos agujereados. Porque… ¿Qué había en verdad en aquel armario? ¿Ropa infantil? ¿Los trajes de comunión? ¿Juguetes rotos?¿Cómics?¿O quizás su amada bicicleta? Con ella recorrió el mundo cercano que le fue permitido. ¡Era su instrumento de libertad! Entonces su dinámica era la inversa, siempre que los problemas le superaban, montaba en su bici y huía tan lejos como le permitía su pedaleo.
Cuando sus padres murieron envenenados no fue muy exhaustivo con el contenido de la casa. Entonces no revisó el contenido de los muebles, no tenía ánimo para ello, y ahora aquel maldito armario no paraba de emitir sonidos. Tendría que tener valor, y como no lo poseía, tendría que fingirlo. No podía quedarse absurdamente parado delante de esas dos puertas de madera el resto de su vida. De hecho en dos horas tendría que irse al aeropuerto, regresar a su abrumador trabajo de agente de la CÍA, volver a convivir con su esposa modelo profesional, además de con sus brillantes hijos gemelos superdotados. Una vida de ensueño para muchos, una pesadilla absurda para él. Así que tenía que resolver, no le quedaba más remedio. Había llegado la hora de fingir un valor que siempre sentía muy lejos, el mismo valor que fingía cada día en su trabajo y en general en su vida.
Respiró hondo tres veces, con la mano derecha cogió el bate de béisbol de su infancia y con la izquierda empezó a girar la imponente llave de hierro. Era diestro, así que sabía que tener el arma defensiva en la mano predominante le daría cierta ventaja. Con la primera vuelta cesaron los ruidos, con la segunda nada sucedió. Era una de esas cerraduras antiguas con un largo y robusto pestillo, cuando la girara por tercera vez no habría retorno posible… Asentó bien los pies en el suelo, dobló ligeramente las rodillas, y agarró fuertemente el bate, preparándose para la lucha, giró la llave y con un rechinar profundo de los goznes la puerta se abrió, dejando ante él la figura de una mujer en camisón que lo derribó.
- ¡Oh Damián! Eres tú, mi amado hermano, tú. ¡Qué alegría! Me encerraron en los pasadizos de la casa ¿sabes? porque decían que era mala y me olvidaron. Creyeron que había muerto, pero no, conseguí salir al bosque y entraba y salía, salía y entraba… Y ellos no lo sabían. Pero después me di cuenta de que no era mala, sólo estuve enamorada, era tan guapo y tan amable, pero no les gustaba. Y me encerraron Damián, me robaron mi vida, y me olvidaron. Pero yo no olvidé. y cuando pude me vengué. ¡Ahora sí soy mala, muy mala!
- Mi querida Angélica, ¡Estás viva! Oh, no sabes lo mucho que te he extrañado. Tú eras la única que me comprendías.
Veinte años metiendo entre rejas a narcotraficantes, espías, asesinos y ladrones, y ahora no sería capaz de encerrar a la única asesina de la familia. Desde luego el destino le había jugado una buena jugarreta.