por Martin Luna

Ringuelet, 22 de noviembre de 2023

Luis Eduardo Aute: 

En Plena Pandemia nos enteramos de su partida hacia la tierra sin mal, y no quería dejar de contarle que su canción, me llegó hace unos cuantos años, en tiempos donde Los Redo, grupo de rock nacido en la ciudad de La Plata, lo invadían todo. Cruzaba entonces aquella calle de tierra con zanjas a los costados, que separaba mi casa de otra, donde por las noches se armaban unas tertulias, donde bullía la creatividad y los excesos y el canto y la amistad crecían a través del hábito esclarecedor de la conversa alimentada con una fresca. En esa vieja casona del barrio que entonces se estaba restaurando para ser alquilada, más precisamente en una de esas piezas, cada noche, la conversa versaba sobre poder, fama, amor, honor, razón, valor y fe. Allí comencé a saber de su canto y la importancia de su canción. Allí supe que además, usted, era director de cine, actor, escultor, escritor, pintor y poeta.

Aquella vieja casa de Ringuelet, de interminables zapadas a la luz de una vela dónde “los duendes y las musas entre ladrillos y bolsas de cal, nos enseñaron tantas cosas”, recuerda Camilo Moncalvillo, primo de Germán Huarte. “Y Aute venia calentando esa pieza después de Silvio y la guitarra destemplada pero justiciera, por todo eso vivimos”, dice. Así entre anécdotas que hablaban de un bar en Brasil, recitales de Patricio Rey, que habían pasado o estaban por llegar, risas y besos, en la guitarra de Camilo, Germán, Gastón o Manuel, entre otros ilustres y desconocidos que por las noches por allí pasaban, se daban una vuelta Silvio y Pablo, Pappo, El Sabalero, Sabina, Serrat y también aparecía usted por allí, su canción y su poesía. De ese modo, le cuento, se nos iba la noche, soñando con aquella Isla, la mayor de las Antillas, con esa España de Machado y Hernández, que dejaba atrás la dictadura franquista, con el canto Latinoamericano en la voz de José y todo el rock y la rebeldía en la guitarra del Carpo. 

Supe de ellos y de usted en esa casa, en esa pieza de aquel barrio, en noches largas de conversas y planes, con aquellos amigos, con quienes atravesábamos madrugadas entre copas y escuchando aquellas canciones que colorearon de versos y músicas aquella adolescencia. “Eran años raros aquellos de los '90, en los que la niñez nos empezó a quedar chica” recuerda Germán. “Pero por suerte siempre nos tuvimos los unos a los otros. Y de eso salimos, allí aprendimos, cantamos, reímos. También alguna tristeza habremos pasado. Siempre con la certeza de que no hay nada cierto”. Han pasado muchos años ya, no sabría si Camilo termino alguna vez de restaurar esa casa, pero si estoy seguro que de allí, como dice Huarte, todos salimos distintos. Eran los años ’90, sabe y en esa Argentina de la farandulización y la entronización del consumo como nuevos valores sociales, algunos encontramos en aquella casa un refugio, donde desandar otros caminos, donde descubrir otras realidades, más allá de las mentiras y las manipulaciones. En definitiva, lindos balurdos que invitaban, entonces, a soñar con otras vidas, mientras afuera la calle estaba pronto a convertirse en un hervidero. 

Su partida querido amigo, permítame que le diga amigo, generó que aquella casa encantada regrese hoy a la memoria y con esa casa también, aquella infancia donde fui feliz, esa calle de tierra donde aprendí a vivir, y esa otra casa sin ley, de mate amargo y mano tendida, del barrio con nombre a franchute, donde mi carácter modelé. En esa otra casa, que con caballos, perros, gatos, patos, gallos de riña y un palomar, hace más de 80 años comenzó a poblar aquel barrio suburbio de trébol, pase inviernos helados, lluvias torrenciales y calores intensos de verano. En esa casa de chapa, madera, cartón y escasez, grande y silenciosa, que Amanda, vistió de ternura y generosidad, crecimos en la cultura del trabajo, del esfuerzo, la solidaridad y la honestidad. Aprendimos a vivir en familia, a festejar cada encuentro, a comer y a disfrutar cada comida sobre la mesa, donde hubo también juegos y tareas que aprendimos disfrutando de un mate cosido con galletitas. Aquella vida dura y doliente, todos la vivimos en una sencillez incomparable. Entre abuelos y buenos vecinos, aprendimos a pelear, luchar y soñar, con sacrifico y dignidad, para ser un protagonista con conciencia de esta vida y en este mundo que fue y será una porquería, como dijo Ernesto Santos.

Algunas de esas historias quedaron aquí atrapadas en este papel, en donde intenté a través de la palabra contarle algunas historias y dar cuenta de ciertos recuerdos que arriman una mezcla de orgullo, sueño y pesadilla. Historias que dan cuenta de llantos, dolores, ilusiones, sacrificios, alegrías, luces, colores y paisajes, que quedaron encerrados en dos casas, tan diferentes y a las vez tan parecidas. Historias que se encuentran desparramadas, entre la puerta de calle de aquella casa encantada, donde descubrí la lectura y la canción –su canción comprometida - y aprendí el valor de la conversa y esa otra casa de paredes descascaradas por la humedad y los hongos, donde las luces brotaban por los agujeros de las chapas, donde se celebramos días santos, bautismos, casamientos, recibidas y cumpleaños, propios y ajenos. Detrás de esa puerta de madera, resistente a las inclemencias del tiempo, firme y segura, y aquella otra carcomida por el oxido y de bisagras enmohecidas, se guardan historias y relatos de aquellos que aprendimos a caminar mirando las estrellas. Dos casas, que es como decir dos patrias, dos nostalgias, dos esencias. Le hablo de la casa de aquel patio de pisos de portland, donde no faltaban piojos, pulgas ni garrapatas y donde las manchas negras de humedad se extendían por las paredes como un mapa mudando de lugar, con olor a peine perfumado, de toses inventadas y preguntas imprudentes, con sillas repletas de ropa, propia y ajena, y esa otra, donde se despertaron las primeras expectativas y fue usted uno de los responsables. Una casa de juegos y hermanos, y otra habitada por amigos, dos casas atravesadas de secretos, olores, sabores y palabras, dichas entre suspiros y silencios entrecortados. Dos casas que atesoran historias que hablan del barrio que fue parte de mi infancia y adolescencia, que recuerdan a la familia y aquellas largas noches de vino tinto que agitaban, entonces, el sabio instinto de vivir. Historias que nacieron en esas calles que me dio este acento, mitad ternura y resentimiento. Historias que inmortalizan noches largas entre ilustres y reos, en una casa o en la otra, en una plaza cualquiera o en una esquina de la tierra siempre con el veneno del licor maldito de compañía. Noches largas, que me regalaron olvidos, alegrías, soledades y veinte Judas por cada amigo. Esquinas olvidadas donde nos encontrábamos con esa “gente fuera de lugar” de la que habla Cesare Pavese: los que hablan solos, los que escuchan voces, los desamparados y los derrotados que parecían estar condenados a una deriva interminable. Cada uno de ellos tuvo su lugar en aquella casa encantada y en esa otra casa de todos, que entonces se cerraba con una gruesa cadena y un candado deslucido, que competían con el oxido, la antigüedad y el olvido. 

Hace tres años, el 4 de abril de 2020, más precisamente, se nos fue usted para el gran misterio y con usted también, acaso, se terminaron de ir aquellas noches, aquellos encuentros, en aquella casa encantada, donde su canción comenzó a formar nuestro pensamiento. Claro que usted nunca supo de esos encuentros, ni de nuestra existencia, y mucho menos de aquellas casas de aquel barrio, imagine, entonces, que donde este le gustaría saber, que su canción nos invito a pensar y a dudar de ciertas certezas, que su canción sirvió de apoyo a éste edificio del que formo parte. Supe por una nube de su nueva dirección y quise, entonces, agradecerle por eso. ¡Gracias por todo maestro!

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