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La casa en el río

por Alberto Arecchi


Hay un barrio de mi ciudad, al otro lado del río, donde en otros tiempos vivían los pescadores. Junto al río, se alineaban los banquetes de las lavanderas, que enjabonaban la ropa y la enjuagaban con agua corriente, para luego tenderla al sol. En las plantas bajas de las casas modestas se guardaban carretas, bicicletas, enseres de lavanderas. Alguien tenía un taller de reparación de barcos. La gente vivía en el primer piso, al abrigo de las crecidas del río que acechaban dos veces al año. Sin embargo, llegó un momento en el que esas casas, con vista panorámica de la ciudad, se convirtieron en un bien preciado, para ser vendido a los que llegaban de fuera. Los antiguos propietarios vendieron las pequeñas chozas insalubres. Las extracciones de agua para las industrias y la agricultura habían hecho olvidar las grandes inundaciones. Los nuevos habitantes no querían desperdiciar ni un metro cuadrado. Las plantas bajas se transformaron en apartamentos, con instalación eléctrica baja en las paredes, valiosos muebles en los salones, electrodomésticos empotrados en las cocinas. Pero un día el río recordó los viejos tiempos. Los remolinos llenaron de barro y ramas los hermosos salones de las plantas bajas y transformaron los cuartos en estanques de peces.


Ante los costes a afrontar para reconstruir viviendas de reciente construcción, habría habido una solución: una planta baja completamente estanca, construida como la quilla de un barco, con un caparazón de resina bajo los pisos y en las paredes, y con ventanas herméticas, como los ojos de buey de un submarino, para bloquear en caso de inundación. Los habitantes habrían entrado en barca desde los balcones para irse a la planta baja, bajo el agua. Elisa creyó en este sueño e hizo construir su casa-submarino, anticipando el placer de sentarse en la sala, abriendo el ojo de buey para ver lucios y torpedos moviendo sus colas en el río crecido. Otra inundación llegó. La familia cerró las ventanas estancas y permaneció tranquila, porque el agua no podía haber inundado la casa. Estaban orgullosos, se sentían como el tercer cerdito del cuento de hadas que había construido una casa de hierro, para resistir los embates del lobo. El río subió por más de veinte horas, lamía la carretera y seguía subiendo. Seguros de sí mismos, Elisa y su esposo llevaron sus hijos, amarraron el bote al balcón del primer piso y se fueron tranquilamente a dormir. El agua subía a un ritmo regular. La casa parecía balancearse un poco, cierto, pero estaban literalmente “en un barril de hierro”. La expresión era correcta, pero no habían pensado que los barriles, en el agua, flotan. La casa se levantaba del cimiento, empezando a moverse. Esa noche, todos durmieron profundamente. La casa navegaba. Cuando hubieron desayunado y se dispusieron a salir, Elisa se asomó al balcón y, con asombro, no vio más la silueta familiar de la ciudad, sino una extensión interminable de agua. Asustada, llamó a toda la familia al balcón. Se dieron cuenta de que estaban en una llanura aluvial, rica en bosques. No duró cuarenta días y cuarenta noches, como el Diluvio de Noé. El agua siguió fluyendo durante todo el día. Fuera del codo de agua muerta, la corriente arrastraba árboles gigantescos. Las nubes se despejaron y, en la mejor tradición de las inundaciones universales, un gran arco iris apareció. La casa estaba asentada en el suelo, bastante cómoda. Sólo una ligera pendiente de los pisos. Aves de todo tipo poblaban los árboles circundantes. Unas tórtolas, llegadas de quién sabe dónde, hacían pensar en la paloma de Noé, con una ramita en el pico.


La tragedia se convirtió en el caso periodístico más sabroso de ese período. Los chicos se hicieron famosos entre sus amigos de la escuela. Decidieron dejar la casa donde estaba. Vendrán más inundaciones. Pero esto – como siempre la gente del río ha sabido – será otra historia.


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