Si me preguntan cómo se siente o cómo es la amistad, lo primero que pienso sería un campo de flores. Una manta a cuadrados llena de comida y bebida. Rayos de sol quemando la piel, y una leve brisa moviendo las hojas. Me imagino a esa persona, con su risa brillante y su pelo largo. Hoyuelos y rubor decorando su suave cara.
Me imagino su voz resonando en el vacío de la habitación. Sentada en mi cama escondiéndose detrás de un mazo de siete cartas españolas con las que jugamos al chinchón. Mientras intenta espiar mis mazo me inclino hacia atrás, y nuestras voces suenan al mismo compás.
Camino a su lado por la calle, hablamos sobre temas triviales hasta llegar a nuestro bar favorito. Nunca nos cansamos de pedir lo mismo. Dos cafés con leche para llevar y una bolsa chica de chipá.
Me llegó un mensaje por WhatsApp. “Me acabo de pelear con mi mamá”. La conozco lo suficiente como para saber lo que necesita. “¿Podes venir a casa?”. Yo agarro mis cosas y voy.
Siempre voy a estar ahí y vos siempre podes venir. Mis brazos van a estar abiertos cada vez que necesites contención y mis oídos destapados para oír tu voz.
