La mañana del lunes 14 de abril nos sorprendió y nos dolió la noticia de la muerte del escritor y periodista uruguayo Eduardo Galeano. Sergio Marelli, conductor de Ventana a la calle, quien tuvo la oportunidad de compartir diversos encuentros con Galeano, le dedicó unas palabras.
Marelli definió al uruguayo Galeano como “una especie caja de resonancia de los obligados a callar. Se avocó a la tarea de dejar oír a los silenciados, desde los comienzos, en los años 70 cuando fundó la revista Crisis, en la que escribieron tantos escritores latinoamericanos como Haroldo Conti, Rodolfo Walsh, Juan Gelman, Julio Cortázar. En esa revista, uno se enteraba las voces de los más marginados”.
"Lo que hizo con toda su obra fue permitirnos escuchar aquellos que no podíamos escuchar de ninguna otra manera. Nos hacía escuchar con esa entonación literaria tan exquisita, de orfebrería que tenía con la palabra”, continuó.
Además, Sergio se refirió al autor de Las venas abiertas de América Latina como “uno de los verdaderos descubridores de América. Galeano era alguien que tenia la lucidez y la sensibilidad necesaria para descubrir las historias que proliferan en todos los rincones del sur del mundo”.
Marelli, que también es escritor, sentenció que “no se puede desconocer el enorme aporte que ha hecho Galeano a la historia y a la literatura latinoamericana”. Y por último, adelantó que el próximo programa de “Ventana a la calle”, el jueves 16 a las 18 horas por Radio Futura 90.5 “estará íntegramente dedicado a Eduardo Galeano”.
Galeano y Las Venas Abiertas
Galeano publicó el libro “Las venas abiertas de América Latina” en 1971. “Es un libro que él escribió cuando tenía 30 años, lo escribió en 90 noches. Lógicamente un escritor con el paso del tiempo revisa su creación. Vale decir que si lo hubiera escrito 20 años después lo hubiera escrito de otra manera”, sostuvo Marelli.
El entrevistado se molestó porque “mucha gente habla de la relación de Galeano con Las venas abiertas como si fuera que él quiso desmarcarse de lo que significó ideológicamente el libro, como si él lo rechazara". Aseguró que “esto es absolutamente falso. Galeano no renunció a una sola de las ideas postuladas en el libro”.
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Texto de Segio MarelliMurió un verdadero maestro.
Hoy América Latina tiene las venas abiertas de tristeza.
Ayudó como nadie a estas tierras a descubrirse en toda la plenitud de su belleza posible.
En una época en que la izquierda confundía la seriedad con el aburrimiento, él supo desde siempre que la risa es la mejor aliada de los sueños
Es un dolor inenarrable el que sentimos muchos. Los que fuimos sus lectores, los que fuimos sus amigos.
La primera vez que estuvimos juntos fue en 1984, cuando Javier Villafañe regresó de su exilio en España. Nos juntamos a comer empanadas, en un boliche de Buenos Aires, éramos 8: Javier con su esposa -Luz Marina- y su hijo Juano, Eduardo y su mujer Elena, mis viejos, y yo. No se cuántas horas estuvimos -con Galeano se entraba en una dimensión que estaba fuera del tiempo-. Venía de visitar a su amigo Hector Tizón, en Yala. Se habló mucho de fútbol y de otros temas menos importantes. Unos holandeses estaban filmando una película sobre su vida, y quería que una parte del capítulo transcurriera entre los jugadores de Estudiantes de La Plata, equipo en el que mi padre era médico, para que esa película reflejara una de sus pasiones más hondas. Después volvimos a vernos en Buenos Aires, en Montevideo –en su casa y en el Café Brasilero-, en La Plata –en la casa de mis Viejos y en la mía-. Fueron muchas veces. Ahora me parecen pocas, cuánto me hubiera gustado estar más con él, comer más asados, decirnos más poemas, tomar más copas, reírnos más juntos, interminablemente.
Una vez, comiendo en el quincho –muchos de los que lean estas líneas sabrán a qué lugar me refiero-, se ofreció a pintar un mural contra la pared del patio –vaya a saber qué misteriosa atracción ejercía esa humildísima pared, antes, Dalmiro Sáenz quería que Ricardo Carpani pintara allí un mural “porque el atardecer dibuja en ella los bigotes de Alfredo Palacios”-.
Tenía los ojos más habitados del mundo, porque en ellos guardaba recuerdos de todo lo visto. Nada olvidaba, y para asegurarse de ello, en una libretita liliputiense anotaba asombros y destellos. Escribía libros inclasificables donde se juntan todos los estilos y todos los géneros. Le hubiera gustado que lo leyeran los que hace siglos esperan en la cola de la historia, pero ellos no saben leer o no tienen con qué.
Juntaba los pedazos rostros del espejo de la historia para que nos viéramos tal cual somos, hacía visible lo invisible, desafiaba lo imposible y lograba que el pasado volviera a ocurrir ante nuestros ojos como si la Historia fuera una madre que nos cuenta la vida desde el principio.
Disfrutó como pocos el inaudito asombro de estar vivo, sabiendo que no hay otra vida para pasar en limpio este borrador que somos, pero que siempre habrá alguien capaz de sentirse algo en la infinita soledad del universo, algo más que una ridícula mota de polvo, algo más que un parpadeo.
“No tengo ningún dios. Si lo tuviera, le pediría que no me deje llegar a la muerte: no todavía. Mucho me falta andar. Hay lunas a las que todavía no ladré y soles en los que todavía no me incendié. Todavía no me sumergí en todos los mares del mundo - que dicen que son siete-, ni en todos los ríos del Paraíso –que dicen que son cuatro-“. Era como un niño explicando: “Yo no quiero morirme nunca, porque quiero jugar para siempre”. Y sigue jugando en cada uno de sus libros, para que sus lectores sigamos sintiéndonos de veras vivos.