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Escribir para creer: Rodolfo Palacios y la fe en las historias verdaderas

Autor de "El Clan Puccio" y "Sin armas ni rencores" habla del oficio de contar el crimen sin morbo ni apología, de sus encuentros con Robledo Puch, Barreda, y de por qué todavía cree en salir a buscar una historia.

Periodista, cronista y escritor, Rodolfo Palacios cree que el periodismo es un oficio antes que un empleo. Para él, escribir no es una tarea sino una manera de seguir creyendo en el mundo. “No está todo perdido", dice en Los Mundos Posibles. Lo que nos mantiene vivos es tener una idea y salir a buscarla”. Su fe en la calle, en la escucha y en las historias verdaderas es también una defensa de los que recién empiezan, una invitación a seguir buscando incluso cuando el contexto parece hostil.

Autor de El Ángel Negro, Conchita, Sin armas ni rencores, El Clan Puccio, entre otros, y guionista de El Ángel, habla sin solemnidad y sin distancia, como alguien que todavía se sorprende de que su trabajo haya sido, durante tanto tiempo, mirar el crimen de cerca.

Su entrada al policial fue pura casualidad. En 1995, con 17 años, escribía sobre fútbol y boxeo en El Atlántico de Mar del Plata. “Un día faltó el jefe de policiales y me dijeron: pibe, hacé un policial. Temblaba. Venía de hacer deportes”. Aquel primer caso —una mujer asesinada cuando salía a comprar pan— lo marcó: “La nota fue escrita con los cojones”. Pero sus editores le reprocharon el tono: “Me dijeron que era cualquier cosa, que la noticia tenía que ser seca. Pero yo necesitaba ponerle vida a la noticia”.

“No estoy en contra de la pirámide invertida, pero dame algo más. Contame algo humano, algo que me atrape”. 

El salto llegó cuando propuso entrevistar a un ladrón. “Me di cuenta de que encontraba vidas increíbles, esas vidas que uno, por suerte, no va a vivir”. Desde entonces define lo suyo como “periodismo delincuencial”: contar el delito a través de los delincuentes, sin apología ni morbo.

Con el asesino serial Robledo Puch comenzó con una carta: “Le escribí que no iba a juzgarlo, que solo quería contar su historia”. Respondió. El intercambio se extendió hasta llenar 45 cartas. “Al principio, cuando me llegaba una carta suya, era como que me llegara una carta del amor de mi vida”. Después se mojaron, se tiraron, se esfumaron. “Era una energía pesada, había que dejarla ir”.

Palacios no esquiva los límites morales del oficio. “He manipulado también. Le llevé una remera de River para que hablara de su infancia y lloró”. Con Barreda, en cambio, hubo algo más cercano a la traición: “No le dije que el libro se iba a llamar Conchita. Cuando lo vio, sintió que le golpeó algo y se rompió como un jarrón. Me echó de la casa, y sentí alivio”. Lo asume sin dramatismo: “Si cometo un acto de traición, lo escribo. No me gusta hacer trampa. Pero tampoco traicioné a alguien honorable”.

Cuando Sin armas ni rencores se convirtió en El robo del siglo, su nombre volvió al centro de la escena. “Daba entrevistas hasta el vecino del lado”, ironiza. Pero no reniega: “Nosotros somos laburantes. En ese momento sentí que tenía que soltar. Ya está. Hay que pasar de página.” Sobre la película dice, con respeto: “Winograd es un maestro contando comedias, pero el robo no fue comedia. Ellos miraban televisión mientras la policía los esperaba afuera. Eso era casi fantástico”.

Su historia familiar parece escrita para él. Descubrió que su abuelo, Remigio Palacios, comisario en La Pampa, había liberado a Bairoletto. “El único policía que liberó a Bairoletto. Algo ancestral debe haber ahí”, dice. “Él los detenía; yo los entrevisto”.

Palacios defiende el oficio:  “No está todo perdido. Lo que nos mantiene vivos es tener una idea y salir a buscarla”. Habla de los jóvenes periodistas, de los que recién empiezan: “Cada vez se sale menos a la calle, cada vez se escucha menos al otro. Faltan historias. Eso nunca va a morir, ni con la inteligencia artificial ni con la precariedad".

Recuerda que escribió Sin armas ni rencores viviendo en una pensión. “No hay que escribir pensando en el dinero. Si uno fuera plenamente feliz, quizá escribiría peor. Hay que transformar el dolor o la adversidad en aventura. Eso nunca hay que renunciar”.

 “Si es lo que sienten, no abandonen. Busquen. Siempre hay algo que no se contó. Siempre hay algo que vale la pena ser contado”.

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