por Stella Paollin
Hola, viejo. A pesar de que sé que en algún momento nos vamos a volver a ver, como hoy llueve y me siento un poco nostálgica, se me dio por escribirte.
¿Te acordás cuando me dijiste que estaba loca cuando me gasté casi toda la herencia de mamá en un terrenito cerca de casa? Recuerdo que me preguntaste: “¿Por qué hiciste eso, por qué no les diste la plata a los chico ” Y yo te contesté: “Porque quiero que nos hagamos una casita para cuando seamos más viejitos”. “Pero si casa ya tenés”, me dijiste enojado.
Yo traté de explicarte: “Sí, pero acá hay una escalera que sube a los dormitorios, otra que baja al lavadero, si limpio la cocina no hago las camas y si ordeno las piezas no plancho. Quiero una casita que se pueda limpiar en un santiamén y que me deje tiempo para leer, para dormirme una siestita, ¿por qué no adelantarnos?, tomémoslo como una inversión a futuro, ¿no lo ves?”
Pero vos insististe: “Yo no veo nada, lo que sí sé es que de acá no me mueve nadie, y además a esta edad no me quiero poner a construir, así que no pienso poner un peso en este capricho tuyo”. Era evidente que querías desanimarme a toda costa, pero me envalentoné y te dije que me encargaría de todo. Estaba segura de que recapacitarías y estrenaríamos juntos nuestro nuevo hogar.
No puedo negar que en varios momentos me arrepentí de haberme puesto tan brava, porque los ladrillos y los albañiles me asfixiaban. Les dije lo que quería y no perdí oportunidad de ir a ver la obra y decirles si había algo que no me gustara.
Al final, el destino o la pandemia hicieron que no pudieras conocer nuestra casita. De repente la casa grande dejó de ser un hogar y se convirtió en un lugar lleno de recuerdos tristes. Me mudé a la construcción todavía sin alacenas, sin heladera, pero también sin esos rincones melancólicos. Todavía faltaban poner las dos placas de durlock con las cuales planeaba proveernos de un improvisado “estudio” donde pudiéramos seguir dando clases virtuales. En diferente día y horario, por supuesto, porque el espacio sería diminuto. Dudé entonces en colocarlas, pero como el material ya estaba, decidí mantener la idea original y hoy alberga a tu notebook y a mi PC, a tus libros y a los míos. Tu sillón de lectura tuvo que hacer malabares para entrar, pero logró ubicarse junto al ventanal y ahora es mi compañero de lecturas y de cabeceos a la hora de la siesta.
Por fin la casita está habitable. Tengo una cama grande, una mesa pequeña, pero con tamaño suficiente para invitar a mis amigas a tomar el té, y para el living compré un sofá que se transforma en cama por si nuestras nietas quieren quedarse una noche a dormir. La cocina es chiquita, pero tiene todo lo necesario y me muevo cómoda en ella. La parrilla del pequeño patio casi no la uso porque no sé prender el fuego, pero cada tanto comemos un asadito. Amo esta casita, y a pesar de que la construí para que viviéramos los dos, ahora la siento mi hogar, y no dejo de pensar que vos también la hubieras sentido así. Nuestro cachorro ya creció, dejó de mordisquear las patas de las sillas, se sienta al lado mío en el sofá a mirar la tele y me hace fiesta cuando vuelvo de los mandados. Ojalá estuvieras aquí vos también.