Fotografía: SADO |
Las calles del centro platense fueron el escenario donde tuvo lugar el segundo acto del drama inmobiliario. Los vecinos desalojados de Abasto pusieron el reclamo a la vista de todos, suscitando vivas muestras de apoyo y algunas tibias declamaciones. Una jornada con merecido final feliz.
La misma canción de todas las mañanas suena en la esquina de 7 y 32. Autos, camiones y colectivos le aportan una colorida batería de bocinas, motores y frenadas. Los nenes que recrean en el patio de la escuela 102 le suman un bullicio indescifrable de risas, gritos y nombres de madres ajenas. Un taladro neumático perfora la vereda a intervalos irregulares frente a la técnica Valentín Vergara.
Súbitamente, un Polo azul se detiene bajo el semáforo, junto al puesto amarillo de diarios y revistas, de él bajan: uno, dos, tres pibes. Traen bombos y un pasacalles, son los primeros en llegar. A continuación, un caudal desarticulado de militantes provenientes de diversas direcciones y fuerzas políticas comienzan a avenirse hacia el enclave.
En cuestión de minutos se conforma una serie de rondas donde giran sin pausa los puchos, el mate, la risa. Las banderas se alzan y ondean al viento, la cuestión de fondo trasciende las divisiones de partido. No hay como la camaradería para combatir al frío, no hay como la solidaridad para combatir ese otro frío, ese que no tuvo escrúpulos al momento de dejar en la calle centenares de familias, ese que dispara resuelto sobre los que no tienen nada.
Falta un largo rato para que arriben los vecinos desalojados de Abasto, una caravana de micros está cubriendo la distancia que separa el predio de este punto. Algunas pocas mujeres se han llegado hasta acá por sus propios medios, trajeron consigo a sus pequeños y ahora los contemplan jugar alegremente mientras ellas descansan sentadas en hilera contra la pared.
Algo hay en ésta secuencia que escapa al frío calculo de la lógica terrateniente: un grupo de nenes que vivían en casas que no eran casas, en un barrio que no era un barrio, en tierras que no son de nadie, se reencuentran después del horror de las balas y las corridas para retomar su amistad justo a donde la habían dejado, entre galletitas compartidas, juegos y monerías.
Casi muertos
Amanda lleva veinticuatro años jubilada, fue docente durante sus años de actividad y hoy mantiene una militancia activa en Suteba. Fuera de la pechera blanca insigne del gremio que la nuclea, lleva un atuendo sencillo, apenas distinguido por un par de anillos que se ajustan a los dedos de sus manos diminutas, manchadas por los años de trabajo y dedicación, orgullosas de afirmarse a la bandera de lucha por un mundo mejor.
Un extravagante tono rojo disimula sus canas pero hay algo que no puede maquillar, la emoción que anuda su garganta y le torna acuosa la mirada cuando piensa en “esta pobre gente, que sólo están pidiendo un lugar donde vivir, tierra para trabajar, que la policía los sacó a palazos, que no le importó si había criaturas, si había mujeres embarazadas, que hasta a los perros le maltrataron”.
Fotografía: SADO |
Y Amanda no se equivoca, la represión fue indiscriminada, los intereses que la originaron responden a lo más podrido del mercado y en este caso lo más podrido del mercado tiene nombre y apellido.
– Un tal Mattioli, que se cree que es dueño y que nos quiere despojar de ese pedazo de terreno que queremos agarrar para vivir y trabajarlo –dice René, uno de los vecinos desalojados la madrugada del jueves pasado.
Para mayores horrores del señor Mattioli, el amigo René es nativo de Sucre. Conoció La Plata gracias a un familiar allá por 1993, hasta que se expatrió de manera definitiva en 2004. Desde entonces ha subsistido gracias a labores de albañilería que son ratificados por sus manos callosas y el atuendo de Grafa azul que lo reviste. Un sombrero baqueano y un bolso repleto de herramientas completan la prefiguración de un hombre sencillo, de mirada sincera y aspiraciones nada cómodas: tierra y trabajo.
René también coincide con la versión de Amanda sobre los desalojos.
– A nosotros nos hizo sentir casi como muertos. Totalmente lastimados, nos prendieron fuego, quemaron a los perros y a muchos de nosotros nos sacaron con balas de goma, gases lacrimógenos, agresivamente, no respetaron ni a los niños, ni a las mujeres, si estaban embarazadas. Hasta los perros nos mataron.
Por último, René busca en sus bolsillos y enseña una bala de plomo. “Con esto nos tiraron”, explica antes de despedirse y correr a formar parte de la columna que ya empieza a moverse sobre la avenida, rumbo a la legislatura. Suerte que la muerte fue sólo una sensación, suerte que las balas no mordieron la carne de este amigo, ni de ningún otro.
La gente anda diciendo
– ¡Es al pedo esto que están haciendo, esto es lo que tienen que hacer, esto que están haciendo ustedes: tra-ba-jar! –proclama un rollizo anciano apuntando con su bastón, primero a la multitud y luego a una cuadrilla de albañiles.
–Estos lo quieren todo de arriba –insiste con saña. A éste el odio le desfigura la cara, las facciones se le descomponen mientras busca en vano un coetáneo igual de necesitado que quiera acompañarlo a descalificar a la gente de Abasto.
La masa se mueve a paso lento. Se detendrá un buen número de veces antes de llegar a destino, despertando la curiosidad de grandes y chicos, muchos serán los colegiales que se maravillarán con el número de movilizados, el ritmo de sus percusiones y lo colorido de sus banderas.
En 7 y 37, el espectáculo se muda al balcón de un duplex desde el cual un viejito, asistido por su esposa, intenta pescar una de las pantuflas que se le cayó sobre el toldo de abajo mientras escrutaba con detenimiento a los congregados. Cuando finalmente consigue asirla es aplaudido por toda la multitud, cosa que parece fastidiarlo pues inmediatamente se encierra en su departamento llevándose consigo a su compañera.
Mucha es la gente que pregunta de qué se trata el reclamo, algunos darán su apoyo, otros se encerrarán horrorizados y espiarán con desconfianza desde atrás de los ventanales, muchos más son los que se irán incorporando a la columna de camino a plaza San Martín. Al llegar a la esquina de 49, la movilización será tan multitudinaria que abarcará los dos carriles de la avenida y precisará un mínimo de dos cuadras para extenderse por completo.
–Éxitos, chicos, vamos –grita una señora mayor que registra el desfile desde su celular. Al parecer no estaban tan equivocados en lo que pedían, al parecer no todos son quiméricos dueños de balcones que sueñan con arrojar sus masetas sobre los sin tierra.
El oasis de cincuenta y uno
Hacia las dos de la tarde toda la comitiva se ha instalado en las inmediaciones de la plaza, frente a la Cámara de Senadores y Diputados, donde se debate un proyecto para expropiar las tierras de Abasto y ponerlas en función de la vivienda social.
Los palmares ofrecen un refugio ideal para los movilizados que pronto se agrupan en torno a la sombra para recuperar fuerzas y consagrarse a la más tediosa de las tareas: esperar una respuesta por parte de sus representantes.
La vigilia se torna larga hasta que llega la primera buena noticia del día. Despuntando las cuatro, la Legislatura aprueba el tratamiento del dicho proyecto y el furor se enciende en los movilizados al primer contacto con la novedad.
El entusiasmo irá in crescendo hasta estallar en un clamor generalizado, en un abrazo masivo cuando trasciende que el proyecto ya es ley. La emoción que signa los rostros de todos los allí presentes representa un alivio frente a las tensas horas que se vivieron la semana anterior, ante la inminencia del desalojo y su violenta ejecución.
Una alegría que es buena porque es compartida, un triunfo que sólo incomoda a los viejos especuladores de siempre, un precedente que afirma: contra la represión violenta la unidad es el camino.